You remind me something — Privado

¿Por qué es que tenía que ir a ese lugar? No, aun no se lo explicaba ¡Por supuesto que no lo hacía! De hecho, él consideraba que no tenía por qué, al punto de planear -en un inicio- ni siquiera presentarse ante aquella reunión. Pero no lo hizo, no porque no pudiera (pese a que esa es la idea que daba) sino porque no le convenía. Su posición comenzaba a ser cuanto menos, comprometida. Su propio carácter a veces le traicionaba y la forma en que se expresaba, las ideas que intentaba transmitir hacían que llamase la atención del consejo. Su paso era firme, su mirada era dura y el ritmo de todo su andar, la sinergia de su cuerpo eran decididas. Iba vestido con un pantalón de vestir color púrpura oscuro, con finos trazos de rayas negras que formaban cuadrados. Un cinturón de cuero negro con su hebilla en plata. Y una camisa blanca bajo un chaleco sin mangas de aspecto aterciopelado, en un color beige. Asomaba desde su cuello una corbata del mismo tono que el púrpura de sus pantalones y encima de todo eso llevaba un abrigo. Un abrigo de tipo "Montgomery" en color chocolate y que alcanzaba hasta sus rodillas.

El mar de su cabeza estaba sin duda alguna embravecido. Era una furia incontenible (como la del mismo mar) su mente. Unas ideas contra otras entrechocaban y discutían, se disputaban la imposición sobre el criterio final de Warren. Una batalla sanguinaria y pasional que podía reducirse a: la sensatez contra la pasión. Por un lado la conveniencia, la estrategia y la prudencia. Mientras que por el otro se encontraban el orgullo, la testarudez y la honestidad. Qué debía hacer, era una cosa, qué quería hacer, era otra y por último qué le convenía hacer, era una tercera muy distinta. Cavilaba sobre estas trifulcas en el anteúltimo subsuelo del Ministerio de la Magia cuando tuvo que frenar de súbito. Lo hizo en seco y a una pura reacción del tipo reflejo, como si los sentidos que creía perdidos de aquellos tiempos en los que se dedicaba a la Brigada Alpha, hubiesen reaparecido de pronto. —¡Lo siento!— bramó en un tono más alto del común, fue la exaltación de lo que podría bien haber sido una tragedia o - al menos- un buen golpe. —Realmente eso estuvo cerca, señorita— comentó el anciano sonriendo a la dueña de aquella melena pelirroja como el fuego mismo.

Hacía poco tiempo que los estudios de Étoile en Salem habían concluido y no había un solo día del año en que no hubiera indirectas de su padre para colocarla en otro puesto dentro del ministerio. Incluso ofreció mover cielo, mar y tierra para saltarse los "pasos insignificantes" (Como tener que servir de secretaria o algo así) para que ella pudiera tener un puesto más importante y ascender más rápido al poder.

Si bien aún había riña con su abuelo, no había nada que no estuviera en el poder de su padre para poder evitar que estuviera en peligro. Además, según él, combatir las artes oscuras no era lugar para una mujer. Había riñas y de vez en cuando pleitos. Pero la chica ponía todos sus esfuerzos para no pensar en ello. Después de todo eran familia y algún día tendría que aceptarlo.

El problema no era solo su familia. Eran también sus -a veces- soberbios compañeros de trabajo. Desde el diva más diva fanfarrón que iba por la vida creyéndose un gran héroe y pavoneándose, dándose el derecho de tratar a los pasantes como mascotas, hasta los pasantes que se creían gran cosa por ir -solamente- cargando la capa o el baúl de un auror experimentado.
A eso también podemos sumarle que también había muchos hombres que pensaban como su padre.

La mayoría de ellos creyeron que Étoile iba a dejar su aprendizaje para ser auror en a lo mucho dos semanas... Que sorpresa tan grande se llevaron al descubrir que aguantó aún más de lo esperado.

Ser auror no es un trabajo para cobardes. Ella podía hacerse cargo. Completamente. Aquel día después de evadir la mirada reprobatoria de su padre, salió camino al trabajo. No sabía que le aguardaría aquel día, sin embargo sabía que su abuelo tenía algo importante que hacer. Su abuelo... En él pensaba cuando escuchó un grito muy cerca de ella. Tan cerca que incluso saltó.

-¿Ehhh? ¿Qué? ¿Cómo?- farfarrulló buscando al ruidoso personaje encontrando a cierto rector de cierto instituto.-¡Profesor Attom! ¡Buenos días! Que gusto verle- le respondió la muchacha muy animada y son esa abierta y encantadora sonrisa.- Dígame ¿Qué lo trae por aquí?

La exclamación que profirió la muchacha de rojizos cabellos y ojos verdosos, lo dejó fuera de lugar. Descolocado la expresión de su rostro era pura consternación, mientras los azulejos que portaba por ojos Warren se clavaban en las esmeraldas que portaba ella por globos oculares, tratando -nada más y nada menos- que de identificarla. De entender quién era ella y por qué lo conocía. Bueno, teniendo en cuenta la edad de la niña era lógico que lo hiciese: había sido su rector dentro de Salem. Pero anualmente, diariamente casi, el profesor Attom había tenido decenas y decenas de alumnos junto a alumnas que habían pasado por su extenso tiempo como rector ¿De quién se trataba aquella vez? Intentó concentrarse para recordarla, no solo su nombre para zafar de la situación, sino también de la persona. Que lo saludase así solo podía significar que había compartido cierto lazo con ella, aunque fuese de mera enseñanza y custodia.
De pronto el recuerdo alcanzó su vieja memoria y la sonrisa bonachona, bienintencionada y radiante del rector del Instituto, pareció iluminar casi a la par con que iluminada la de Étoile Saint-Germain. —¡Vaya vaya! Parecía la primera vez ayer cuando cierta niña de mofletes salteados por pecas y ojos grandes como platos que lo observaban todo, entraba al salón comedor de mi escuela como ceremonia inicial— murmuró tan jocoso como irónico el canoso sujeto. —Y resulta que al otro día, hoy, me encuentro a la misma pequeña midiendo por lo menos medio metro más y con el mismo cabello pelirrojo, las mismas pecas pero ya sin la mirada curiosa, en cambio una mirada más madura y clarificada... Nada más y nada menos que la señorita Saint-Germain ¿Cómo está su abuelo?— preguntó con su voz a media risa, tratando de controlar la alegría que depuraba por todos sus poros el nacido en Massachusetts.
Bastó la pregunta final de su ex alumna para que entonces todo rastro de alegría e indicio de buen humor pareciese desaparecer por completo en Warren. O al menos, de su rostro. Se esfumó como quien se esfuma al desaparecerse. Se esfumó como se esfuma el fénix cuando se siente en peligro. Frunció el ceño y se arrugó su semblante, como si de pronto sintiese de manera completa y repentina todo el peso de los años encima suyo. Como si la edad le jugase una mala pasada en ese instante, con la peor mala intención. —Bueno, es complicado, ya sabes, cosas entre la escuela y el consejo— murmuró tratando de restarle importancia al asunto, añadiendo un gesto despectivo con una de sus manos. La necesidad de trasladar el eje de la conversación le llevó a preguntar él luego. —¿Y usted señorita? ¿Qué hace aquí?— preguntó sin tener idea sobre qué había sido de ella luego de su sexto año en Salem.