Reformas manuales — Warren H. Attom

Saber que ese sería su último año en el castillo era algo que todavía no terminaba de asimilar el castaño. Sabía que habían pasado mucho tiempo desde que descubrió -o le dijeron, mejor dicho- que era un mago. Cinco años. Cinco años que aunque parecieran largos en su momento viéndolos retrospectivamente eran apenas nada, los sentía como un respiro y no creía que uno más, es decir, seis fuera suficientes para aprender todo lo que se mundo tenía para mostrar.

En su primer año las primeras semanas del curso las dedicó a explorar el castillo de cabo a rabo, de un extremo al otro para descubrir el sinfín de maravillas que ocultaba y su misión no fue en vano pues encontró varios sitios especiales, lugares en donde se sentía verdaderamente a gusto cuando necesitaba algo de tiempo a solas o quería hacer algo especial. Uno de ellos el segundo subsuelo.

Era un pasillo amplio con varios ornamentos a lo largo del mismo, entre ellos dos grandes pedestales que sostenían un busto enorme cada una de antiguas brujas destacables de la historia; separadas por no más de dos metros de distancia entre ellas formaban el sitio perfecto -al menos para Abe- para el rato, descansar o simplemente ver e tiempo pasar.

Aquella tarde se encontraba solo sentado a lo indio con sus pertenencias a un lado y un libro y un pergamino encima de las piernas, haciendo una redacción de encantamientos. Llevaba buena parte de la tarde en aquel lugar enfrascado en un ensayo que justo en aquellos momentos terminó. Cerró el libro y colocó la pluma junto al tintero antes de enrollar finamente el trozo de pergamino. Cerró también el libro y el tintero y los metió a su mochila junto con el pergamino, dejando la pluma fuera que tomó un momento después y comenzó a "escribir" con ella sobre la columna derecha, haciendo pequeñas florituras sobre el mármol, apoyando la punta lo suficientemente fuerte como para dejar la marca. Era apenas visible desde las alturas, estando de pie, sin embargo desde su posición era bastante visible. Toda la base de ambas columnas se encontraba decorada de tal forma con el trabajo de cinco años, sí...

Cualquiera podía pensar que ser el rector de una escuela mágica, dónde la población se basaba en -por lo menos- un noventa por ciento de alumnos cuya edad oscilaba entre los doce y los dieciocho años era cuanto menos una tarea y un trabajo agotador. Nadie podía poner en discusión eso, se necesitaban años de experiencia y preparación. Y aun con ellos encima se necesitaba, como quien dice "vocación" para ser el rector en un sitio como lo era Salem. Pero esto, claro está, no significa que es un trabajo igual de demandante que ser un auror del ministerio de magia, por ejemplo. De hecho, Warren contaba con bastante tiempo libre que podía y gustaba de aprovecharlo para sí mismo.
Un ejemplo concreto de esto, era esa misma tarde. El rector y ex profesor de la asignatura de artes oscuras no tenía ninguna tarea pendiente, antes de las cuatro y media de la tarde ya había acabado con su trabajo por ese día. Una gran ventaja de su puesto es que no dependía de horarios fijos, sino de los que él mismo se impusiera. Claro que sería así en tanto y en cuanto cumpliese de forma efectiva con su tarea y deber. El caso -de cualquier modo- era que en lugar de marcharse a su casa fue directo a la biblioteca de Salem. Ubicada en el segundo subsuelo de la escuela, tomó un libro y con un práctico y útil encantamiento que le había enseñado alguna vez un mago alemán, hizo que este levitara abierto frente a él a la altura y distancias perfecta para leerlo mientras caminaba y sin tener que sostenerlo con sus manos. No le gustaba la idea de quedarse leyendo en la biblioteca, cuando había pasado estático y sentado toda la mañana y el día. Fue cuando se dedicó a vagar por los pasillos perdido y enfrascado en su lectura. Las páginas se pasaban con movimiento de su mano izquierda al aire. Mientras que la derecha se encontraba doblada a la altura del codo y pegada a su costillar. Sostenía su varita que apuntaba al libro con el fin de mantener el práctico encantamiento.
Estaba llegando al final del pasillo, donde se cruzaba con otro y se habría un frente de cuatro caminos a seguir y muchas aulas a las que podría acceder. Cuando diez metros antes se habría un claustro en el mismo espacio. Allí había dos bustos conmemorativos y un rasqueteo que generaba curiosidad en el anciano. Se detuvo en seco y torció su rostro hacia el perfil desde el cual provenía aquel peculiar sonido. La escena que se encontró le hizo sonreír. —Vaya, eso explica entonces por qué algunos detalles del mármol han aparecido decorados durante estos últimos años...— murmuró en una clara voz hacia el alumno entretenido con su pluma. Acaso había atrapado un rufián. La situación, aun así, hacía que el viejo sonriese con cierta diversión.

El pasillo era tan poco concurrido que en extrañas ocasiones había sido pillado haciendo eso, y usualmente eran alumnos los que pasaban por allí y nunca profesores; por eso mismo el castaño se había confiado y poca importancia le tomó al eco que provocaban los pasos del recién llegado al pasillo.  

Continuó rasgando la lisa y fina superficie dejando una marquilla sobre el mármol, una figurilla sin verdadera forma, simplemente una floritura que iba de un lado conformado por giros, vueltas y espirales hasta que escuchó la voz que se dirigió a él. Paró en seco al escuchar la voz del hombre, bastante conocida. Soltó la pluma y se puso de pie con un salto, chocando con la parte inferior del pedestal, donde se sostenía la figura de la vieja bruja. Un sonoro golpe seco inundó el pasillo pero el chico no gritó. Terminó de levantarse y metió las manos por si a la figura le daba por tambalearse, aguantándose el dolor.

—Yo, eh... ¡Yo no fui! —se excusó, poniendo las manos en la espalda y pisando también la pluma. De todas las personas del personal del instituto, ¿tenía en serio que encontrarse con el rector?

—Bu... enas tardes, señor. —saludó, llevándose por fin una mano a la cabeza y frotándose con suavidad donde había recibido el golpe.